La luz
Cuando yo
era una niña, la luz (electricidad) no existía como tal. Ahora siempre es de día, jamás es de
noche. Creo que la sensación de nocturnidad en la actualidad, sólo lo da un
cine vacío, cuando vas hasta la butaca una vez iniciada la cinta.
Antiguamente
había día y noche. Una vez que el sol se alejaba en el horizonte, caía la
sombra del silencio y para mí el miedo.
Siempre he
asociado la oscuridad al miedo. No he podido vencer esa sensación desasogante
que se instalaba en mi corazón, me atenazaba las manos y me bloqueaba las
piernas y el sentido.
La luz era
una bombilla pequeña situada en la entrada de casa, otra en la planta superior
para los dormitorios. La cocina se alumbraba de los leños y las brasas. Las sombras estaban en todos los rincones, en
las paredes se situaban monstruos, flores, conejos, y sobre todo manos. Había
auténticos expertos en dibujar sombras a la luz de la lumbre. Yo me acurrucaba
en la luz amorosa de las brasas, me dormía sobre el huevo frito y no quería
subir jamás al piso de arriba, sombreado y frío.
Las calles
presentaban peor aspecto, sólo un par de farolas que en vez de luz proyectaban
sombras y maleficios. Yo corría de casa en casa, muerta de miedo, cuando caía
la noche.
Si había luna nueva, el vacío total. Si había
luna llena, se alumbraban los montes en la lejanía, casi parecía de día,
alumbraba mucho más que las farolas. La luna en mi niñez era un ser más de la creación
con su sonrisa maliciosa y esos ojazos.
Al fondo en
la lejanía se escuchaban un sinfín de sonidos, en el cielo La luna proyectaba
sombras sobre las casas, sobre las sabinas que parecían moverse y cambiar de
lugar.
Yo siempre
acababa perseguida por una mujer de pañuelo blanco, el corazón se salía por mi
boca antes de doblar la esquina de mi casa.
Cuando nos
trasladamos a otra ciudad, el terror de mi madre era el importe de los recibos
de luz, se pasaba el día apagando los interruptores y diciendo: “apaga la luz”.
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