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viernes, 18 de junio de 2021

PASILLOS ... dos

 ... CONTINÚA

Si la parte de la derecha era de mi abuelo, la de izquierda, la cocina, con una enorme chimenea cónica que ya se habrá caído, era el reino de  las mujeres. La del calor y la lumbre, del humo y del olor a dulce y pan caliente.

Despensa y alacena. Del horno salían panes y tortas, como si fuese magia. El fuego es la luz que alumbraba las cocinas. No recuerdo bombillas. La luz de la chimenea y la luz del horno.

Había un pequeño cuarto con unas grandes arcas que contenían la masa del pan y la harina. Las artesas contenían las hogazas del mes tapadas por mantas blancas. Se hacían unos panes que duraban más de quince días. Territorios intocables, sólo me mandaban batir el azúcar hasta ponerse meloso.

En la cocina propiamente dicha se abría un gran cono, por el que salía el humo y entraba un poco de luz. A los lados bancos, espacio de trabajo, comida y juegos. Las luces de la lumbre en los rostros cansados, el frío en las manos, el calor de la lumbre.

En días de más frío, en pleno invierno, cuando no se podía trabajar en otras tareas, se limpiaban de maleza y barro los arroyos. Se juntaban en común, en cuadrillas, trabajos mancomunados y jamás he visto a nadie con tanto frío.  Mojada la ropa, sin calzado adecuado, embarrados, rompiendo el hielo. Había algún cangrejo para la cena ya que tenían que desecar el arroyo, en una época que estaba prohibido cogerlos. El verano la mejor tarea, cuando estaba recogido el trigo era ir a coger cangrejos, echar los reteles al rio y subir rio arriba rio abajo, sacar y mirar a ver que había caído dentro.

 

   Otras noches fueron de risas y contento, cuando llegaban los leñadores a la casa de mi tía, de bromas, cosquillas, contento y alegrías. Yo era el objeto para esa gente que estaba feliz y contenta al calor de la lumbre, después de un día de duro trabajo.

Esperas entrecortadas por silencios. Con los dedos de las manos construíamos figuras en las paredes. Y siempre los gritos de que nos alejáramos de las brasas. En el pueblo de mi abuelo había una mujer que había caído en las llamas del fogón. Unos ojos negros y profundos sobresalían de una cara aplastada, como de plástico, con la piel arrugada. Me daba miedo.

Si estábamos en casa de los abuelos, podía ser para el trabajo de la siega, algún viaje de mi padre, una natalidad, las fiestas de invierno, la semana santa, las de otoño, las romerías. Todo se celebraba en casa de los abuelos.

Yo rechazaba a mi abuela. No sé la razón. Me debían asustar sus manos artríticas. El dolor de sus ojos. A veces, creo que ese dolor que acarreo en el fondo del iris, es un reflejo de su dolor. Asentado en la frente, en sus ojos. Yo creo que de pequeños se sienten más esas cosas de lo deseable. Sé que no me porté bien, que rechazaba sus caricias. Era una niña, la primera nieta.

Me produce un dolor que sé que no podré reparar jamás. Una sinrazón. Se estiraba, vestida de negro, bajo la toquilla negra. La recuerdo rezando. Se sabía las coplas de los carnavales  y las letanías de la semana santa. Recogía plantas, tenía un hermoso huerto donde cultivaba fresas y vainas. Sabía los nombres de muchas plantas, que heredamos su hija y su nieta.

El gusto por la naturaleza se lo debo a ella y a mi madre. Por recoger de todo, plantas, setas, flores, caracoles, cangrejos… auténticas depredadoras. La satisfacción de recoger los rateles cargados de cangrejos era algo sin igual. Cuando voy al campo y olfateo las setas, el calor húmedo que acompaña a las primeras lluvías de septiembre me estimula las neuronas y me incitan a repasar palmo a palmo el suelo, a bordear los caminos, no puedo evitarlo. Es una de las mejores cosas. Con las que más he disfrutado. Ahora me duele ver los campos destrozados por los recolectores afanados en no dejar nada de nada, el ansia de llevárselo todo, hasta lo que no  aprovechan.

Cuentos días de otoño, con lluvia, con frío. Y los días de sol del inicio del invierno, con esa luz dorada que calienta como ninguna. Esperando sentados a que bajara el sol, esos atardeceres largos y calientes.

La primera vez que fui a recoger setas, me mandaron el día del Pilar, a primeros de octubre, con una cesta con el resto de los niños. Yo era muy pequeña y no sabía. Me quedaba rezagada. Me daba miedo perderme por los campos de castilla y además no encontraba nada de nada. Me daban ganas de llorar. He sido muy llorica. Pero al final encontré un ramillete. Seguro que algún alma caritativa me las dejó a la vista, como he hecho yo tantas veces con los niños pequeños. Aparecían hasta cortadas y listas para recoger. Los placeres mayores en las cosas más sencillas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias... continuará... espero impaciente
Un abrazo - MEU

Anónimo dijo...

De nada .... hay que darle vueltas ...