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viernes, 13 de febrero de 2009

FRANCIS BACON

Francis Bacon
Patetismo y grandeza



El 3 de febrero el Museo del Prado presenta la primera gran retrospectiva de Francis Bacon en nuestro país. Una muestra que, además, conmemora el centenario del nacimiento del artista y homenajea al asiduo visitante del Museo que fue Bacon en sus últimos años de vida. Casi un centenar de obras de caras retorcidas y cuerpos mutilados, de figuras desmoronadas y al límite de la desaparición pintadas obsesivamente por el artista constituyen ya una cita ineludible de la temporada.


Tres claves testifican el poder vindicativo y la vigencia estremecedora de la pintura de Francis Bacon (Dublín, 1909-Madrid, 1992) y dan impronta inolvidable a esta antológica que le dedican y exponen sucesivamente la Tate Britain londinense, el Museo del Prado y el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, al cumplirse el centenario de su nacimiento. Esas claves, que se corresponden entre sí para configurar un código estético tan consolidado como abierto, están constituidas por la grandeza del arte de la representación figurativa, por la afirmación existencial del sentimiento de lo trágico, y por el hecho de que los temas relacionados con los aspectos físicos del cuerpo humano y su proyección en los dominios de lo sexual, lo psicológico y lo social constituyen una de las preocupaciones primordiales de los artistas contemporáneos.

La grandeza de la obra de Francis Bacon arranca de la dignidad majestuosa que caracteriza su concepción de la pintura como arte de representar, y, al mismo tiempo, de la asunción auténtica y creativa que él hace de las fuentes de “su” tradición; principalmente, de Velázquez y de Rembrandt, de Soutine y de Van Gogh, a quienes reafirma como base de sus obras, al tiempo que los transforma y los traslada a términos de su visión interior y de sus tormentos íntimos. Ese sentimiento de la grandeza resulta infalible inclusive en el arrojo de sus obras más tempranas, como la fantasmal y pequeña Crucifixión (1933) y el enorme experimento corporal desarrollado en las formas, espacios y estructuras del tríptico Tres estudios de figura en la base de una Crucifixión (1944), con las que se abre esta exposición en El Prado. Toda esta muestra de figuraciones desfiguradoras insiste en advertir que Bacon nunca trató de ilustrar sino de representar. Dicho con sus propias palabras: “para mí la figuración es un intento de capturar la apariencia con el cúmulo de sensaciones que lo apariencial despierta en mí. En cuanto a mi último tríptico y unos cuantos lienzos más que he pintado después de releer a Esquilo, he tratado de crear imágenes de las sensaciones que algunos de los episodios creaban en mi interior. Yo no podía pintar a Agamenón, a Clitemnestra ni a Casandra, porque eso no habría sido más que pintura de historia. En consecuencia traté de crear una imagen del efecto que producía en mi interior. Posiblemente la figuración sea siempre subjetiva cuando se expresa con más penetrante hondura”.

Ese recurso interiorizado que se establece con el registro épico de Esquilo -y que vemos aquí en Tríptico inspirado en la Orestíada (1981)-, declara otra clave: el sentimiento de tragedia, que da carácter al espacio desolado y a las estructuras y huecos temibles representados en estos cuadros, cuyo patetismo invade el espacio envolvente y crea un clima en la atmósfera expositiva. El sentimiento trágico de Francis Bacon -lleno de tensión, conflicto y contradicción- no se interesa en concepciones especulativas ni antiespeculativas, sino que se define dentro de lo vital, de lo existencial. En sus comentarios a esta muestra Manuela Mena remite a la “shakespeareana” poética sangrienta de Macbeth. La suntuosidad delicuescente de las manchas espesas de la sangre tiñe espacios, enseres y figuras de muchos de estos cuadros, entre expresiones de violencia. Sin embargo, se impone aquí como dominante la sensación de plenitud de la vida, por temible que ésta sea, a través del debate desaforado entre fuerzas de lo orgiástico o dionisíaco, y la elegancia no convencional de lo apolíneo. A fin de cuentas la vida no reside sino en el conflicto trágico. En esto, el conjunto de la pintura de Bacon parece coincidir con el pensamiento de Nietzsche, que frente a la noción antigua de tragedia, la hace desembocar en la destrucción de las formas y en la aceptación de lo diferente, de lo raro. Así lo vemos en la variación de Bacon sobre el desaparecido cuadro de Van Gogh El artista en la camino de Tarascón, o en muchos de sus retratos, tan desfigurados y rehechos como el Autorretrato con reloj (1973). Se trata de una tragedia reafirmada desde lo personal y ambientada en la historia que a cada cual le corresponde. Bacon escribió su propósito de pintar la historia de la que fue testigo: “cualquiera que haya vivido las guerras europeas se ha visto afectado por ellas; afectaban a todo tu psiquismo en la medida de vivir continuamente una atmósfera de tensión y de amenaza”.

Contar una historia implica representar también la de la propia corporeidad e intimidad. El análisis del cuerpo físico y los referentes temáticos homosexuales constituyen la tercera clave predominante en el conjunto de esta exposición, sustancialmente autobiográfica y en la que el retrato y el autorretrato se solapan. Bacon parte de la convicción de que “sin Dios, el ser humano está sujeto a las mismas pulsiones naturales de violencia, lascivia y miedo que cualquier otro animal”. Por tanto, el principio de sus retratos y figuraciones es el de una “representación bestial”, a la que somete a amantes, a amigos y a sí mismo. Sobre todo, a sí mismo, pues él admiraba su cuerpo -el modelado de sus brazos, la firmeza de sus piernas, la energía de su figura y sus movimientos...- y lo fundía con los cuerpos de las figuras de “los otros”. Gran parte de esta pintura constituye una especie de autorretrato continuado, solapado, efectuado sobre la seducción que le producía lo corporal y el profundo sentimiento de culpa sexual del que nunca se pudo ni se quiso desprender.

Así lo comprobamos en las secciones sucesivas de la muestra, tituladas “Animal” -con sus iniciales desnudos y cuerpos con cortinas-, “Zona” -obras de los años 50, tan explícitas como Dos figuras en la hierba-, “Aprensión” -sobre la brutalidad de la vida cotidiana con su compañero Peter Lacy-, “Crucifixión” -tema preferente pero sólo como ritual-, “Crisis” -hacer un alto e interesarse por lo que aportan la paleta vibrante, el proceso y el azar a la obra-, “Archivo” -dibujos, fotografías, imágenes cinematográficas, papeles del taller-, “Retrato” -su revisión como género específico-, “Memorial” -obras sobre el suicidio de su amante George Dyer, y sobre la muerte de su madre-, “épico” -influjos literarios, desde los mitos antiguos a Eliot y García Lorca- y “Tardío” -entre lo externo narrativo y la fisicalidad del cuerpo-. Todo Francis Bacon, proclamando con los clásicos la monstruosidad del hombre sobre la tierra, y la melancolía de la muerte.

José MARIN MEDINA

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